Hay ideas que no llegan como relámpagos, sino como una bruma persistente. No irrumpen, insisten. No gritan, murmuran. Se instalan en los márgenes de la conciencia y, sin que uno lo note del todo, comienzan a socavar las certezas más arraigadas.
Hace tiempo que esa incomodidad me habita.
No es rabia, ni siquiera una crítica sistemática. Es más bien una intuición, un cosquilleo mental ante ciertas estructuras que seguimos dando por sentadas. Como si el mundo estuviera construido sobre pilares que alguna vez fueron necesarios, pero que hoy parecen más ruinas que fundamentos. Me refiero, entre otras cosas, al concepto de patria. Al dinero. A las leyes. A ese entramado que define cómo nos movemos, cómo vivimos, cómo intercambiamos, cómo pertenecemos.
Y sin embargo, basta detenerse un momento —en un aeropuerto, en una videollamada, en una transacción virtual— para sentir lo absurdo de todo esto. Vivimos en una era en la que es posible hablar en tiempo real con alguien al otro lado del mundo, donde las inteligencias artificiales pueden traducir nuestras palabras, automatizar procesos, incluso ayudarnos a pensar. Podemos viajar en un día a cualquier punto del planeta, o trabajar desde una playa remota para una empresa que ni siquiera tiene oficinas físicas.
Entonces, ¿qué sentido tiene seguir organizándonos como si cada país fuera una isla, cada trabajo una condena, y cada vida un fragmento desconectado de las demás?
Este ensayo no pretende ofrecer respuestas definitivas. Solo abrir el espacio para una pregunta esencial:
¿y si el mundo ya está preparado para algo mejor, pero seguimos interpretándolo con las herramientas del pasado?