Últimamente me lo pregunto.
Siento que le estamos dando un peso enorme al famoso “propósito”. Como si tenerlo claro fuera condición para vivir bien, para tomar decisiones, para justificarnos.
Y empiezo a dudar.
Porque cuanto más lo pienso, más siento que el propósito no es una cosa fija, ni eterna, ni necesariamente épica.
Soy una persona cambiante. Mis intereses, mis motivaciones, mis certezas... todo eso se mueve. Entonces, ¿por qué mi propósito debería quedarse quieto?
Me doy cuenta de que muchas veces perseguí la idea de “encontrarlo”, como si fuera una meta que, una vez alcanzada, ordenaría todo lo demás. Pero con el tiempo entendí que quizás esa búsqueda también puede ser una trampa. Que querer definirlo todo el tiempo me inmoviliza más de lo que me empuja.
A veces me inspira preguntarme para qué hago lo que hago. Me conecta. Me organiza.
Pero otras veces me presiona, me bloquea, me hace sentir que estoy atrasado.
Y ahí es cuando pienso que está bien soltarlo un rato.
Que no pasa nada si no lo tengo claro, si cambia, si se desarma.
Capaz no se trata tanto de tener un propósito, sino de darle sentido a lo que hago mientras lo hago.
Capaz el propósito no se encuentra: se construye en el camino.
Y cambia con nosotros.
Hoy, en vez de buscar un “gran propósito”, prefiero moverme con honestidad.
Hacer cosas que me despierten, que me hagan sentir vivo.
Y si eso en algún momento se convierte en algo más grande, genial.
Y si no, también.
Porque al final, como todo en la vida, el propósito también oscila.
Y tal vez se trate más de aprender a vivir en ese vaivén,
que de forzarnos a quedarnos quietos en un solo centro.
¿Sobrevaloramos el Propósito?