Durante gran parte de la historia, las sociedades humanas funcionaron en grupos pequeños. Cada comunidad tenía sus saberes, sus roles, su equilibrio. El que sabía curar, curaba. El que amaba cultivar, cultivaba. No hacía falta justificar cada acción con una transacción. Hacer era también formar parte.
Hoy, el conocimiento está al alcance de una pantalla. Y sin embargo, seguimos organizando nuestra vida como si no lo estuviera. Seguimos atrapados en sistemas que exigen jornadas de ocho o más horas, donde apenas nos queda energía para nosotros mismos. ¿Cuándo vamos a poner a trabajar la tecnología para nosotros?
Tenemos herramientas. Más que nunca. Pero no las usamos para liberarnos, sino para acelerar. Aceleramos procesos, producción, consumo… y seguimos sin tiempo. Como si la eficiencia fuera un fin en sí mismo, no un medio para vivir mejor.
¿Por qué no pensar en serio en modelos distintos? Jornadas de cuatro horas. Semanas laborales de un par de días. Ingresos garantizados. Distribución real del tiempo. Ideas que suenan locas, pero solo porque nos enseñaron que sufrir es parte del contrato.
Imagino un mundo donde la mayoría de las personas trabajen por pasión, no por necesidad. Donde podamos dedicar más horas a crear, cuidar, explorar, compartir. No porque seamos millonarios, sino porque decidimos organizarnos distinto.
No tengo el plan perfecto. Pero sí la convicción de que otro camino es posible. Y que mientras más pronto lo exploremos, más cerca estaremos de vivir en una sociedad que no nos exprima, sino que nos contenga y nos potencie.