A veces me cuesta usar la palabra “fracaso”.
No porque no me haya equivocado —me equivoqué mucho— sino porque no sé si ese concepto tiene realmente sentido.
Si todo lo que aprendí, si todo lo que hoy soy, se construyó sobre errores… ¿cómo llamarlo fracaso?
Nos enseñaron a tenerle miedo al error. A evitarlo. A esconderlo.
Pero si hay algo que tengo claro, es que errar es parte necesaria del camino.
Defiendo el error como forma de aprender. Lo celebro.
Porque cuando me caí, aprendí a caer mejor.
Y cuando un proyecto no salió, me empujó a mirar distinto.
Y cuando algo dolió, fue porque estaba transformando algo adentro.
Entonces, ¿y si el fracaso no fuera un enemigo, ni un desvío, sino simplemente parte del trayecto?
Porque no hay caminos incorrectos si fueron los que recorrimos.
No se trata de “no era por ahí”. Siempre es por donde es.
Porque si fue por ahí, fue por algo.
Y lo único que tiene sentido es aprender, ajustar, y seguir.
¿Y si el fracaso no existe?