Me pregunto si el dinero, como lo usamos hoy, no está llegando al límite de su ciclo evolutivo. No porque esté roto, ni porque haya que reemplazarlo con urgencia, sino porque tal vez estamos listos para algo más.
El dinero fue, y sigue siendo, una herramienta poderosa. Permitió que miles de millones de personas pudieran intercambiar, organizarse, especializarse. Pero también, al ser la medida común, se volvió el filtro por el que todo pasa. Lo que no tiene precio, muchas veces no tiene lugar.
Y ni siquiera es una medida justa. Porque el dinero no vale lo mismo para todos. No solo por cuánto se tiene, sino por lo que representa. Una casa puede ser refugio o puede ser carga. Un viaje, lujo o liberación. Lo que cuesta es lo mismo. Lo que significa, no.
Y entonces aparece esta otra idea: ¿podríamos vivir en una lógica donde el intercambio no pase necesariamente por un número? ¿Donde demos lo que tenemos para dar, y recibamos lo que necesitamos, sin esa capa intermedia? ¿Podemos imaginar una convivencia más basada en la entrega y la confianza que en el cálculo?
No sé cómo sería exactamente. Pero tengo la intuición de que, si un sistema así emergiera, mi trabajo como lo conozco hoy se vería profundamente afectado. Tal vez incluso tendría que reinventarme. Y, curiosamente, eso no me asusta.
No tengo certezas. Pero no me parece una utopía. Me parece una evolución posible. Tal vez aún lejana. Tal vez ya en marcha. Tal vez simplemente natural.