Durante siglos, la política fue —al menos en su versión más noble— el arte de organizarnos para convivir. Representar intereses diversos, construir consensos, canalizar las tensiones de lo colectivo. Pero la política que vemos hoy dista mucho de eso. Se ha convertido en una maquinaria diseñada no para comprendernos, sino para enfrentarnos.
Hoy la política es espectáculo, branding, cálculo.
Los partidos ya no nos invitan a pensar, nos empujan a tomar partido. Nos arrastran a elegir entre polos fabricados, a consumir discursos que se construyen como productos de temporada.
¿Y si el problema no es quién gobierna, sino cómo entendemos el hecho de gobernarnos?
En un mundo donde cada vez más personas trabajan, piensan y se vinculan sin fronteras, ¿tiene sentido seguir organizándonos por nacionalidades, por partidos, por ideologías rígidas?
¿No sería más coherente empezar a hablar de acuerdos de valores, de marcos éticos compartidos, revisables, vivos, dinámicos?
No estoy hablando de utopías ingenuas ni de eliminar el conflicto.
El desacuerdo es necesario. La tensión es parte de lo humano.
Pero hay una diferencia entre tensionar para crecer, y tensionar para destruir al otro.
Una sociedad madura no necesita más polarización, necesita co-creación.
No necesita más leyes impuestas desde arriba, sino reglas de convivencia construidas desde abajo, por quienes realmente viven las consecuencias.
Imagino un futuro donde los Estados —si es que siguen existiendo— funcionen más como plataformas abiertas de valor común que como estructuras verticales de control.
Donde la ciudadanía no se base en un documento, sino en la participación consciente dentro de comunidades interconectadas.
Imagino, sobre todo, una política que deje de ser lucha por el poder y se transforme en acuerdo consciente sobre cómo queremos vivir juntos.
Quizás no estemos tan lejos.
Quizás ya empezamos sin darnos cuenta.