Durante mucho tiempo pensé que mi definición de éxito era alcanzar la libertad financiera.
No depender de nada ni de nadie, poder elegir cómo usar mi tiempo, sentir que todo el esfuerzo había valido la pena.
Era una idea atractiva, concreta, fácil de imaginar. Pero también, con el tiempo, noté que tenía algo de trampa.
La libertad financiera —en mi caso— no era el fin, sino el medio.
Un medio para dedicar mi energía a lo que realmente me importa: generar un impacto positivo en la vida de la mayor cantidad de personas posibles.
Tardé en darme cuenta.
Porque muchas veces confundimos lo que queremos con lo que creemos que nos llevará hasta allí.
Creemos que buscamos dinero, cuando en realidad buscamos independencia.
Creemos que queremos independencia, cuando en realidad queremos propósito.
Y así, muchas veces, terminamos persiguiendo medios que nos alejan del verdadero fin.
En mi caso, descubrí que lo que me mueve no es tener más, sino poder hacer más.
Hacer más por los demás, por mi entorno, por la sociedad.
Construir algo que mejore, aunque sea un poco, la forma en que las personas viven, trabajan o piensan.
Eso es lo que, para mí, define el éxito: el impacto que dejamos.
La libertad sigue siendo importante, claro.
Pero ahora la veo como lo que realmente es: un vehículo.
Una herramienta para poder dedicarme, con tiempo y foco, a lo que tiene sentido.
Y quizá el desafío esté ahí: en no quedarnos atrapados en los medios, sino recordar hacia dónde queríamos ir.
Porque el éxito no siempre está en acumular, sino en expandir.
No en poseer, sino en trascender.
Oscilar entre el tener y el ser, entre la libertad y el impacto, es parte del camino.
Y encontrar el equilibrio —ese punto en el que lo que hacemos deja huella sin alejarnos de nosotros mismos— puede ser la forma más honesta de existir.
Confundir el medio con el fin