Hay ciertas ideas que se nos graban como verdades desde chicos. Una de ellas es que el esfuerzo constante es sinónimo de progreso y que el progreso es, a su vez, sinónimo de felicidad. Crecemos escuchando que hay que “romperse el lomo” para llegar a algo, que el sacrificio de hoy se transforma en la recompensa de mañana. Como si la vida fuera un trayecto lineal hacia una meta definida y universal.
Pero cuando miramos alrededor, la lógica empieza a tambalear. Veo en lugares como Pipa a personas que viven con lo mínimo. Resuelven el día, quizás hacen un esfuerzo extra para viajar o comprarse una tabla de surf, y después nada más. No acumulan bienes, no aparentan escalar posiciones, no siguen un plan de carrera. Y sin embargo, su felicidad parece mucho más accesible de lo que nos prometieron a nosotros a cambio de años de sacrificio.
Esto me lleva a pensar que gran parte del esfuerzo que invertimos no es para nosotros, sino para sostener un engranaje social que necesita que creamos en él. El sistema funciona gracias a que asumimos como natural la idea de que siempre hay que hacer más, tener más, correr más rápido. No importa cuánto avancemos: la cinta nunca se detiene, y nosotros seguimos corriendo convencidos de que estamos llegando a algún lado.
Lo más inquietante es que no se trata solo de un asunto individual, sino colectivo. Cada uno de nosotros, al aceptar sin cuestionar estas verdades, se convierte en parte de esa rueda que sigue girando. Y cuanto más gira, más difícil se hace bajarse sin sentir culpa, sin sentir que “estamos perdiendo el tiempo” o “quedándonos atrás”.
Quizás la verdadera rebeldía no esté en dejar de esforzarse, sino en preguntarse para qué y para quién lo hacemos. Porque tal vez el esfuerzo no es malo en sí mismo, sino la narrativa que lo envuelve: esa promesa de éxito que nunca llega del todo y que nos mantiene en movimiento perpetuo.
Detenerse a mirar esas otras vidas —que no siguen la fórmula, que no cumplen con los estándares, pero que igual parecen plenas— puede ser una invitación incómoda. Nos obliga a reconocer que lo que damos por hecho tal vez no lo sea. Que el sentido del esfuerzo no está escrito de antemano, sino que cada uno debería poder definirlo.
Y entonces aparece la pregunta que incomoda: ¿estamos corriendo hacia nuestra felicidad, o solo manteniendo en pie la rueda del hámster?
La rueda del hamster