En las relaciones humanas, muchas veces terminamos midiendo con una especie de balanza invisible. Una balanza hecha de criterios objetivos, económicos, sociales o de expectativas personales. Y sin darnos cuenta, convertimos vínculos profundamente subjetivos en cuentas frías de dar y recibir.
El problema es que esa balanza rara vez refleja lo esencial. Nos preocupamos por lo que el otro hace, por sus búsquedas, por su camino, como si nos correspondiera juzgarlo o evaluarlo según nuestros propios estándares. Olvidamos que lo importante no es si la otra persona cumple con nuestra lista de “debería”, sino lo que nos genera su presencia, su forma de ser, su felicidad.
Quizás una de las trampas más frecuentes sea esa: pretender que el otro viva de acuerdo a lo que nosotros pensamos que es correcto, en vez de celebrar que busque lo que le hace bien. Y en ese juicio silencioso, muchas veces cargamos la relación de un peso que no le corresponde.
Cuando esta actitud se extrapola, no queda solo en las relaciones personales. También aparece en cómo miramos a los demás en la sociedad: esperamos que la gente viva según nuestras reglas, que los políticos respondan a nuestras expectativas, que los grupos se comporten de la manera que consideramos adecuada. Esa búsqueda de validación externa puede transformarse en fanatismos, porque ponemos sobre otros la carga de cumplir con un ideal que solo existe en nuestra cabeza. Y cuando eso no sucede, aparece la frustración, la desconfianza, la división.
Tal vez el desafío esté en dejar de medir y aprender a estar. En soltar las balanzas que fabricamos y permitir que las relaciones —personales o sociales— se sostengan en lo que de verdad importa: cómo nos acompañamos, cómo convivimos, cómo nos hacemos bien.
Balanza en las relaciones ¿Sí o no?